Por ofensivo que resulte el separatismo a una enorme mayoría de ciudadanos, prohibir la exhibición pacífica de banderas independentistas en la final de la Copa del Rey es un error mayúsculo de la delegada del Gobierno en Madrid, Concepción Dancausa.
Últimamente se utiliza cualquier pretexto para la futbolización de la política. Lo hacen habitualmente los separatistas, que han poblado de esteladas el estadio del Barça al compás del incremento de la reivindicación independentista. Y ahora entra en el juego la responsable de la autoridad gubernativa en Madrid, con una prohibición que solo puede entenderse en clave electoral.
Es una imprudencia tratar de enfrentar el independentismo catalán con el sentimiento español que se supone al resto de los asistentes al encuentro y a la mayoría de los que van a presenciarlo por televisión. Es grotesco pensar que retirar esteladas en el estadio Vicente Calderón ahorrará otras muestras de provocación y mal gusto, como las abundantemente exhibidas por hinchadas independentistas en anteriores pitadas al himno nacional o desprecios a la persona del Rey.
No menos inexplicable resulta justificar la prohibición en la ley que impide símbolos que fomenten o ayuden “la realización de comportamientos violentos o terroristas”, que nos lleva a una asociación de ideas entre violencia e independentismo catalán no avalada por los hechos. Tampoco tiene nada que ver la prohibición de mostrar banderas en recintos deportivos con la exhibición de esteladas en edificios públicos o en los colegios electorales de Cataluña, que son inadmisibles por lo que tienen de apropiación partidista de instituciones que representan a todos.
En democracia, las limitaciones a la libertad de expresión deben estar muy justificadas. El presidente en funciones, Mariano Rajoy, no ha aludido a la Constitución, que protege esa libertad, y sí a normas de la Federación Española de Fútbol y de la UEFA para justificar la decisión de la audtoridad gubernativa madrileña. Podría haber pensado también en Estados Unidos, cuyo Tribunal Supremo anuló, en 1989 y en 1990, las leyes contra la profanación de la bandera porque restringían, de manera inconstitucional, la libertad de expresión.
Aun así, el presidente de la Generalitat y la alcaldesa de Barcelona podrían asistir al encuentro para mostrar respeto a los que no están de acuerdo con la prohibición, en vez de contribuir a la escalada de la guerra de símbolos. Lo mismo que el Gobierno debería reconsiderar sus medidas prohibicionistas, por cierto circunscritas solo a la bandera independentista catalana —¿se pueden exhibir en el estadio otras que no sean constitucionales?—, en aras de la prudencia exigible al gobernante y en defensa de la libertad de expresarse pacíficamente por parte de los que no piensan como nosotros.
El país, 20 de mayo de 2016