En una librería neoyorquina, McNally Books, en donde la literatura en castellano ha conquistado un espacio, nos reunimos para hablar en torno a un libro. Muchos españoles, la mayoría jóvenes, y la mayoría de esos españoles, científicos. Investigan sobre sida, memoria emocional, cáncer, memoria espacial... En los primeros tiempos disfrutan de su experiencia, a partir del tercer año comienzan a preguntarse por qué no pueden ejercer su profesión en casa. Vivir en Nueva York es excitante pero duro, agotador. Lo paradójico es que conforme su nivel de capacitación va subiendo, las posibilidades de encontrar trabajo en nuestro país decrecen. Les escucho y pienso en lo frecuente que es leer en la prensa dos juicios de valores del todo contradictorios sobre el nivel de preparación de los jóvenes. Por un lado, tenemos al optimista inquebrantable que afirma que nunca la juventud española ha estado tan preparada; por otro, el tozudo catastrofista que piensa que de esta enseñanza media solo brotan ignorantes. Las dos opiniones son tan reduccionistas que la visión más cercana a la realidad se consigue sumándolas.
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Lo tremendo es que hay una parte de esa juventud, sobrada de talento, a la que no le dejamos otra oportunidad que regalárselo, por ejemplo, a los Estados Unidos, que lo reciben sin preguntar de dónde viene. Y otra juventud que, como consecuencia dramática de los años burbujeantes de la construcción descontrolada, se encuentra con que ahora tiene las manos en los bolsillos por haber sido diabólicamente adiestrada para obtener beneficio sin tener oficio. La extraña convivencia de esas dos realidades, tan dispares la una de la otra, son las que definen un país en el que se abre un inmenso abismo entre los que saben mucho y no tienen dónde demostrarlo y los que no saben casi nada y no tienen dónde emplear su ignorancia.
Elvira Lindo, El País, 17/11/2010.