martes, 4 de abril de 2017

Moderno

¿Han padecido ustedes alguna vez a esos fastidiosos predicadores —disculpen el pleonasmo— que atribuyen las deficiencias espirituales de nuestra época, su escasez de alma, ah, oh, al abuso de Internet o a la fijación con los smartphones?Pues consuélense, lamentos semejantes se han oído en todas las épocas, acusando a diversos y sucesivos inventos: la imprenta, la máquina de vapor, la bicicleta, la radio de galena, el ferrocarril, el bidet, la electricidad, la píldora anticonceptiva, la olla a presión... ¡Platón reprochó a la escritura la pérdida de memoria de los humanos, nobles guerreros han asegurado que desde que aparecieron las armas de fuego se acabó el coraje viril en el campo de batalla y Pol Pot fusilaba a los que llevaban gafas por reconocerlos como intelectuales contumaces! Es curioso que todos prefieran creer que son los avances tecnológicos los que corrompen al espíritu humano (como si fueran otra cosa que una de sus realizaciones más características) y disipan las virtudes, en lugar de aceptar que son nuestros tenaces vicios espirituales los que acaban pervirtiendo los inventos mas beneficiosos.
Los peores son esos beatos que pretenden alejar a los niños de las tecnotentaciones en vez de enseñarles a convertirlas en oportunidades geniales. Contra ellos, el ejemplo admirable de Roman, un niño inglés de cuatro años. Su madre sufrió un desvanecimiento grave y él activó el móvil con la huella del dedo de la mujer, llamó a Siri para pedir una ambulancia y luego a la policía para informar de lo ocurrido y de su dirección. ¡Salvada! Dicen que Roman es un héroe porque conservó la serenidad donde muchos la hubiéramos perdido, tomó la decisión eficaz y la puso en práctica con tino. Pero además es un héroe moderno, técnico, literalmente progresista. Gracias, Roman el bien llamado...
Fernando Savater, El país, 1 de abril de 2017

Condena

De Emanuel Swedenborg, al que Kant llamó “visionario”, cuenta Borges que “hablaba con los ángeles por las calles de Londres”. Aunque fue un científico notable (hizo los planos de un avión y un submarino, descubrió el funcionamiento de las glándulas endocrinas, lanzó la hipótesis de la formación nebulosa del Sistema Solar, etcétera...), su verdadera especialidad fue el Mas Allá, la posvida en el Cielo y el Infierno. Explicó que al comienzo los condenados no son conscientes de su muerte y creen que continúan en su esfera cotidiana: les rodean los muebles y utensilios familiares, los paisajes conocidos. Poco a poco, van produciéndose desapariciones —la butaca favorita, el piano, una ventana, las flores del jardín...— y luego surgen en lugar de lo desvanecido formas equivocadas o amenazadoras. Por fin se dan cuenta de que no están en casa sino en el Infierno y empieza su eterna condena.
Creo poder confirmar esta tesis de Swedenborg. Hace tiempo que las cosas de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba: sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos, crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego adquieren insipidez y amargura de ceniza. Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años.
Fernando Savater, El país, 18 de marzo de 2017